Era una calurosa tarde de Agosto, verano de 1987, el termómetro marcaba 32ºC a la sombra, aunque donde yo me encontraba estaba puesto el aire acondicionado: 18ºC. Era un laboratorio; yo me encontraba de pie, empapado en sudor y sangre, me costaba respirar, y a pesar del frío de la habitación, y que yo estaba en mangas de camisa, estaba asfixiándome de calor. La adrenalina y el odio formaban una extraña mezcla. Desvié la vista un momento hacia un espejo que colgaba de una pared, me vi en él. De pronto sentí que aquella situación se me había escapado de las manos, no solo había perdido a mi novia y a mi mejor amigo, había perdido la cordura, estaba a un paso de la demencia.
Reflexioné sobre aquello un instante. Estaba de pie, me faltaba una pernera, la camisa la tenía hecha jirones, con la mano derecha sujetaba firmemente un revólver al que le quedaban 3 balas, y en la mano izquierda tenía un detonador, sin embargo, mi mirada se concentró en lo que quedaba de mi camisa. El collar se me había salido y lo llevaba por fuera. Fue en ese momento cuando comprendí que aquella era la decisión más racional que debía tomar en toda mi vida, nunca antes había tenido la mente más lúcida, por lo que solté una bocanada de aire y pronuncié unas palabras al hombre que tenía encañonado:
-Observa... - le dije mientras le daba el detonador a Miguel, mi primo, y sacaba un móvil “LG” de mi bolsillo.
-¿Qu... qué es eso? - preguntó el encañonado.
-Un juguetito muy caro - le contesté mientras encendía aquel teléfono - mira - y se lo puse delante de la cara - esto es lo que ocurrirá si no te disparo ahora, - empezó a reproducirse un video en la pequeña pantalla del aparato, que mostraba el estado en el que había quedado la humanidad - ¡Así quedó el mundo por culpa de tu codicia, cabronazo!
Dudé un instante, pero agité la cabeza rápidamente y apreté violentamente el gatillo del arma. ¡BANG!
