domingo, 25 de marzo de 2012

Carretera al Infierno

Hacía casi tres horas que nuestro mundo se había empezado a ir a la mierda, y casi media desde que Carina y yo abandonamos -probablemente para siempre- nuestra casa, arrollando a un cadáver durante la huida. Estábamos parados en un escampado para meditar nuestra situación mientras yo arreglaba un pinchazo en una de las ruedas traseras.
-¿y qué hacemos ahora?- preguntó Carina -¿adónde vamos?
-Al punto de evacuación de ésos que decían por la tele.- contesté mientras me peleaba con las tuercas de la rueda- Con el ejército estaremos seguros.


Carina pareció calmarse un poco con aquella respuesta, aunque lo cierto es que no llegué a fijarme, estaba demasiado ocupado intentando aflojar la rueda. Aunque no tardó en volver a hablar:
-Dónde estamos?
-En la pista de motocross privada abandonada, cerca de Ayegui.

Al cabo de un cuarto de hora la rueda de recambio ya estaba puesta. Y nosotros, tras examinar el terreno en busca de alguna cosa útil, reanudamos la marcha. Conduje lentamente hasta la carretera que había al lado y descendimos la cuesta hasta Ayegui, deseando encontrar vida humana allí. Por desgracia, en aquel pueblo habían corrido la misma suerte que nuestros vecinos, o peor, pues había bastante más población:

Los gritos de dolor y el sonido de un enjambre de disparos se mezclaban y formaban un macabro y estremecedor concierto que se agravaba con la sensación de impotencia y el miedo. Deseando alejarme de aquello todo lo posible y cuanto antes, empujé unos centímetros el pedal del acelerador. El hecho de abandonar a su suerte a cualquier persona a la que hubiera podido salvar hacía que me odiase a mí mismo, aún así, maldije por lo bajo cuando tres vehículos accidentados me obligaron a decelerar.

Metí la primera y subí medio coche a la acera, durante unos instantes desvié mi atención hacia el siniestro. Un jeep militar ardía medio volcado aplastado entre un muro y un opel astra. Un furgón blindado de Proseguir volcado completaba la escena a escasos tres metros de los otros dos coches. De repente, unos golpes en la ventanilla del copiloto me devolvieron de golpe a la realidad:
-¡Socorro!- decía una mujer, al otro lado del cristal -¡AYUDADME, POR FAVOR!

No nos dio tiempo ni a reaccionar, antes de que hubiera podido hacer nada por aquella mujer, una cosa de ésas, un tipo alto y delgado, con un brazo, literalmente, colgando, la agarró por el cuello y le asestó una dentellada en la cara, arrancándole el rostro de cuajo.

-¡¡ACELERA, JODER!!- Me gritó Carina, mientras la mujer sin rostro, que seguía pidiéndonos ayuda, era devorada a escasos centímetros de su ventana.

No nos sorprendió ver un soldado gastando sus últimas balas contra un enjambre de aquellos caníbales, lo que sí que lo hizo fue ver que esos cabrones no morían aunque las balas les atravesaran el pecho, aunque de vez en cuando les estallaba la cabeza y caían inertes al suelo.

Por primera vez en mi vida, sentí que no volvería a despertarme por la mañana. 

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