sábado, 14 de abril de 2012

LA CIUDAD FANTASMA

La atmósfera estaba cargada con un extraño y desagradable olor a carne quemada. Una gigantesca columna de humo proveniente de la autovía cubría gran parte del cielo. Unos momentos antes un helicóptero de antena 3 descendía girando sobre sí mismo violentamente hasta estrellarse contra la transitada autovía A-12. Lo habíamos visto parcialmente desde el atasco en el que nos encontrábamos, los detalles los habíamos oído por la radio.
La retención era enorme. Al parecer, la guardia nacional había cortado el acceso a la rotonda de la calle Carlos VII, o ése era el rumor que circulaba entre los conductores que habían salido de sus vehículos para tomar el aire. Increíblemente, aún había gente que no se había enterado, todavía, de que el mundo se estaba yendo por el sumidero.

De vez en cuando se oían disparos de armas automáticas en la lejanía, amortiguados por las bocinas, gritos e insultos provenientes de conductores cuya paciencia no deba para más. Ya hacía rato que había parado el motor del DeLorean, puesto que apenas quedaban 15 litros de gasolina en el depósito, y no quería malgastarlos en aquella retención. De vez en cuando, algún coche desistía y volvía por donde había venido, por lo que avanzábamos unos metros y como la calle era cuesta abajo, soltaba el freno y avanzábamos sin necesidad de arrancar.
En uno de esos avances, vislumbré el carril de aceleración para salir del viejo centro comercial "Simpli", y aunque era dirección contraria, enfilé el coche en él y bajamos hasta el parcking, desde el que accedimos a una pequeña rampa de tierra que daba a un caminillo "de paseo" que solía ser frecuentado por peregrinos, aquella era una maniobra ilegal, pero no creí que importara demasiado.

A través del camino de santiago (por la acera) llegamos a la rotonda en la que supuestamente había un control militar. Lo único que había era una improvisada barricada y muchos coches abandonados, cuyos dueños habían decidido seguir a pie, o se habían convertido en una de aquellas abominaciones. Metí la primera y pusimos rumbo al hospital, donde se suponía que iba a haber un "punto seguro". Nada más enfilé el coche en el asfalto, vi por el retrovisor que mi improvisado atajo se estaba haciendo popular entre los conductores. Alguna vez me he preguntado si los que me imitaron consiguieron salvarse, o les llevé a una muerte horrible y dolorosa.

Tras atravesar la calle Fray Diego y atravesar la rotonda, los infectados empezaban a ser cada vez más numerosos. La mayoría estaban a medio-mutilar y con la ropa de calle, pero había algunos que estaban "más enteros", los cuales llevaban poco más que una bata, ropa interior o incluso estaban desnudos. Las esperanzas de volver a quedar con los amigos o incluso de dormir dos veces en una misma cama desaparecieron casi instantáneamente cuando dejé atrás la estación de autobuses y atravesamos una nueva rotonda. Ante mi se encontraba la calle en la que me crié, habitada por deambulantes de hombros caídos, en la que todavía vivían mis padres. aminoré y miré por la ventana hacia arriba, con la esperanza de ver signos de vida su piso. El portal estaba abierto y rebosante de "esas cosas". Carina se dio cuenta y me puso una mano en el hombro.
-Déjame tu móvil- dije - necesito saber cómo están.

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